septiembre 6, 2006

Apura el vaso con la entrenada indolencia de un funcionario de la bebida. Sin embargo, cada gesto imperceptible, cada pequeño movimiento, cada leve suspiro, cada trago apenas insinuado, dibujan un ritual meticulosamente repetido. El más ilustre de los antropólogos mataría ante la posibilidad de documentar tal cantidad de gestos y matices. El más ferviente de los obispos católicos vendería su alma sin pestañear, por alcanzar tanta precisión, tanta fe, tanta vocación, tanta entrega, en la ejecución de los sacramentos.  Se mueve lentamente. El aire es tan denso que resulta difícil de respirar. Muros de humo, de diversas procedencias, dibujan siluetas espectrales, que nacen muertas, informes, carentes de significado. La luz de neón, que una vez fue de color blanco cocina, había tirado la toalla muchos años atrás. Ahora, se limita a intentar sobrevivir lo más dignamente posible entre aquel montón de grasas bastardas, olores acres y sonidos sin origen;  temblorosa ya,  en casi todas las  ocasiones. Ataques de Parkinson lumínico. Estertores de luz. Muerte. Él, se limita a observar la bebida a través del cristal. Hace lo que puede. El vaso de duralex está tan ajado que sus moléculas permanecen unidas de puro milagro. Es  casi imposible ver nada en su interior, sin embargo él lo observa absorto. Jack Daniel’s sin hielo, sin agua, sólo. El microcosmos que le rodea es el mismo de siempre. Los escasos parroquianos gritan con la voz rota, espesa y osada del borracho vocacional. Voces que no dicen nada y lo cuentan todo. Voces que hablan desde cuerpos sin apenas gargantas ya; fileteadas, literalmente, por el alcohol y el humo, rotas por los gritos, ignoradas por el resto de las voces. Gargantas zombis que resucitan cada día allí, a la misma hora, conminadas a ello por el vudú cotidiano de la bebida compulsiva.  

“Yo nunca seré como vosotros”, piensa -y casi dice- él. Algunos parroquianos, parecen adivinar su pensamiento y parecen observarle, con una mirada entre canalla y despreocupada, vidriosa y enferma, mordaz y conmísera. Las miradas de aquel lugar (llamarle antro sería ascenderle en la jerarquía de la consideración hostelera demasiado arriba) eran muchas veces así.  No se siente bien entre aquel bosque de estrabismos alcoholizados, de labios cortados, de bocas pastosas; fuentes de babas que, más que formar hilillos, dibujan auténticas estalactitas de baba entre labio y labio. Sin embargo, rara es la tarde que falta a su cita con la exposición permanente de la ruina y la miseria humana que representa aquel local. Sin embargo, y por alguna razón que le es ajena, siente también una extraña sensación de hogar, de confortabilidad en aquel campo de batalla donde a cada minuto varias almas luchan a brazo partido por mostrarse la más abyecta, la más sucia, la más desesperada, la más vacía, la más sola, la más abandonada, la más incomprendida, la más humana.  La mente es una bestia compleja, y la suya no es una excepción. Quizás demasiado compleja, demasiado retorcida, demasiado mental. En esa mente, en cada mente, hay rincones muy negros, muy recónditos, muy lúgubres, en los que es mejor no adentrarse, si uno quiere que le sigan considerando aceptablemente cuerdo. Por eso, y sin buscar más explicaciones, peregrina día a día el camino que le conduce hasta aquel lugar. Por eso, conoce de memoria a todos los desconocidos que día a día se reúnen allí. Por eso, es capaz de trazar, sin temor a equivocarse, la línea irregular de suciedad de local mal ventilado, que adorna la larga, inmensa, anodina, vulgar y sin embargo vertiginosamente hipnótica, pared que queda a su espalda, paralela a la barra del local, y en la que apenas si ha reparado nunca conscientemente. La primera tarde que decidió entrar en aquel local , y pidió al dueño-camarero su Jack Daniel’s en vaso ancho, sin hielo, solo, sintió cómo aquellas miradas, ahora tan familiares. le escrutaban con auténtica curiosidad. Debió resultarles ciertamente pintoresco, y ahora lo entiende perfectamente. Él siempre se ha sentido una especie de James Bond de garito de mala muerte (“Martini con Vodka, mezclado, no agitado…”), debe reconocerlo. Aquel día, se sintió algo menos que eso. Sin embargo, supo mantener el tipo y el gesto, mantuvo alto el pabellón, sentó cátedra … se ganó el respeto de los parroquianos, que ahora le ignoran, incluso con cierta amabilidad. 

La cercanía de
la Navidad queda patéticamente presente en la decoración del local. El dueño-camarero, (un personajillo algo calvo que ha quedado a un paso de ser avezado, brillante, atractivo o, cuando menos, amenazadoramente taimado), perpetrando un triste esfuerzo de eclecticismo decorativo, ha mezclado, en el más caótico de los mestizajes cutres, felicitaciones navideñas -melladas por el trasiego de los años, amarillas por el polvo, que ya se ha quedado para siempre en ellas, y que sugieren en el mejor de los casos la presencia de algún tipo de consideración cariñosa, tal vez ya olvidada- con una guirnalda de color indefinido y brillo añorado que podría ser más vieja que la propia Navidad. Cada cosa, tomada de una en una, es realmente lamentable, ofensiva a la vista, al buen gusto e incluso al olfato. Sin embargo, y tal vez por un milagro de la propia Navidad, el todo encaja perfectamente en ese sitio.
 Algo, en la acera de enfrente, capta mínima, pero suficientemente, su interés. Mira hacia allá con escudriñadora atención. Con el cuidado y el mimo con el que mira un león a la gacela que va a cazar inmediatamente después. La mirada del fotógrafo, le dicen sus amigos artistas. Y entonces, lo descubre: un niño, de unos seis años,  moreno, muy moreno, está mirando absorto el escaparate de una juguetería. Las manitas se apoyan en el escaparate. La cara, casi pegada, el cuerpo tenso por el esfuerzo de mantenerse de puntillas, el reflejo de su cara y la luz de la tarde que exhala ya sus últimos alientos. Ahí hay una foto, y él necesita una foto. Salta del taburete desvencijado, que termina cayendo al suelo, con una agilidad que le extraña hasta a él mismo, y mientras sale, sin perder de vista la imagen, sin dejar de meditarla, de verla, de recrearla, va preparando su Nikon. La luz es perfecta. El niño, de extracción social claramente humilde, tiene unos inmensos y bellísimamente expresivos ojos negros, que se fijan hipnóticamente en un osito de peluche, el cuál parece estar correspondiéndole con una mirada igualmente profunda y expresiva. La luz es perfecta, los encuadres posibles suficientes, el motivo adecuado, la inspiración brota de modo locuaz, grita, zarandea, agita, empuja. Una foto, dos, tres, diez … el tiempo se para, siempre se para cuando está haciendo fotos. El espacio no existe. Toda la vida se concentra en ese momento…veinte, treinta fotos … el niño no se mueve, no se inmuta, ni siquiera ha reparado en él…. Ya está.  Ya está. Repasa en la pantalla las imágenes y se siente inmensamente satisfecho. Una vez más, se ha producido el milagro. Una vez más, ha creado vida, arte, pasión. Una vez más, le ha robado minutos a la muerte. Se siente feliz. Está contento, está eufórico, siempre se siente un poco Dios cuando consigue encontrar belleza donde casi nadie ve más que rutina y cotidianeidad, y piensa que no es mala idea compartir esa belleza con el origen de la misma.Toca levemente al niño en el hombro. Éste, aparta su mano con un gesto suave, pero tajante. Ni un músculo más de su cuerpo se mueve. Permanece ahí, absorto, como una estatua, quieto, inmóvil. 

Y entonces, lo ve. Dentro de la juguetería, hay una mujer bellísima que lleva de la mano a un niño de unos seis años. Los dos parecen muy felices. La mujer rubia, que anuncia los cuarenta en sus gestos, pero no en su aspecto, brilla en aquel local atemporal donde se amontonan juguetes, donde se hacinan colores, formas y precios sin solución de continuidad. Es como una diosa, y su hijo, la mira con cariño, y los dos sonríen. Y entonces, lo ve. Los dos ríen, los dos charlan animosamente. Y el niño moreno, esboza una sonrisa al tiempo, y el niño moreno mueve los labios imperceptiblemente, y el niño moreno que ni siquiera ha reparado en el oso de peluche que le mira fijamente, estira los dedos buscando una mano cobijadora. Y el niño moreno que no se ha movido apenas en todo el rato, que sigue el transcurso de esa escena al segundo, abre imperceptiblemente los labios, al tiempo que lo hace el niño de la juguetería, y silabea, tenue pero clarísimamente: “ma má”. 

El niño suspira. Es un suspiro lento, cansino, filosófico, existencial. Muy lentamente, gira su cabeza hacia él, como si acabara de reparar en su presencia. Le mira con la intensidad con la que sólo un niño puede mirar. Le mira durante tanto tiempo, sin decir nada, que siente su sangre haciendo esfuerzos por no coagularse en el cerebro. Le mira hasta la parálisis del alma. No dice nada, pero su mirada dice ¿por qué?. Y vuelve a preguntar, sin separar los labios: ¿POR QUÉ?. Es la pregunta de todas las preguntas. Él no sabe qué hacer. No sabe qué decir. No sabe cómo protegerse. Él, no hace nada. Él, no contesta nada. Coge su Nikon. No puede, no quiere, no debe, volver a ver esas fotografías. Lenta, pero decididamente, con un pudor casi reservado a una novicia, pulsa menú-borrar-formatear tarjeta de memoria.  Cuando vuelve a levantar la vista, el niño ha desaparecido, la madre rubia y el niño feliz salen de la juguetería sin paquetes, el sol apenas si es capaz de abocetar ya más que un riachuelo de  sangre anaranjada. Hace frío. En la calle, la gente pasa sin mirarse. Desde un coche, se escucha una música mal enlatada, que amenaza con pudrirse. Empieza a caminar, lenta y pausadamente.   Hoy volverá a casa dando un largo rodeo. Y mañana … mañana … ma…ña …na….ma má